Moría en un rincón y me miraba
con una indefinible imploración.
Mis hijos de pena sollozaban
y a mí se me partía el corazón.
El que se alegraba a mi llegada
mi perro fiel, paciente que dormido
sobre los pies de quien lo maltrataba
alerta despertaba al menor ruido.
El humilde y constante compañero
que detrás de los niños, cabizbajo,
he mirado cuidarlos con esmero
y perderse tras ellos calle abajo
moría en esa tarde malhadada
en que el veneno obró sin dilación,
en un rincón jadeaba y me miraba
con una indefinible imploración.
dolores, enero de 1929
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